Medellín. Frente Republicano. (Ampliación).
06 Enero 2014
06 Enero 2014
En el 2006, aproximadamente, realizo la primera vista al castillo de Medellín. Sin poder visitar por dentro del mismo, realice fotos del exterior.
Viendo la marcha de la reforma que se están realizando en estas fechas, temo que desaparezca las fortificaciones republicanas que se realizaron sobre el castillo durante la guerra, al estar este en primera línea de fuego.
El día 4 de junio del 2013, visite el castillo por el interior, sorpresa, las reformas llevadas en él, no afectan, para nada, a las modificaciones que se realizan durante la guerra, para la defensa.
Medellín se mantiene en zona republicana desde el 17 de agosto de 36, que el comandante Castejón en un intento de tomar don Benito y Villanueva de la Serena es derrotado antes llegar a Medellín por las fuerzas republicanas, con gran participación en dicho combate de las milicias del “EL SOCIALISTA” comandadas por Federico Ángulo, para más información en “MEMORÁNDUM” al final del artículo. Hasta el 20 al 24 de julio del 38 que el ejército franquista realiza una gran ofensiva llamada la bolsa de la serena, donde la república pierde 23 pueblos y 2.700 km cuadrado de terreno. En una combinación de los ejércitos franquistas del sur y del centro.
Detalle de una almena reforzada y convertida en nido de ametralladora, se aprecian las troneras.
Interior de la fortificación, desde la tronera se aprecia el puente de Medellín sobre el río Guadiana y la sierra de enfrente, posición franquista.
Desde el mismo punto foto del puente y murallas del castillo sin almenas, pues entre espacio de una y otra, se aprovecha para realizar troneras de disparos, que más adelante expondré.
Siguiendo mi búsqueda, de fortificaciones en el castillo me encuentro dos huecos excavados en el muro que mírala a zona franquista, dichos huecos tienen dos troneras cada uno su uso, hostigar a las tropas enemigas.
Detalle del interior de los mismos.
Las antiguas almenas se convierten en troneras, entre hueco y hueco de las mismas, como se aprecia en las siguientes fotos, estos huecos fueron convertidos en troneras en todo el castillo.
Detalle del interior de una tronera.
ABC doble diario de la Guerra Civil.
Publica esta foto del castillo, con los soldados republicanos destinados en esta posición.
Detalle de las almenas reformadas durante la guerra, con troneras.
Torreón con boca de tronera, realizada en la guerra civil.
Puente de Medellín sobre el río Guadiana, este puente fue volado durante la guerra, delimitaba el frente, después de la pérdida de la cabeza de puente de la Sierra de Yelves por parte republicana en 1937.
Aparte de estas defensas que aún quedan en pie, tengo conocimiento de que existía dos nidos de ametralladores mirando al río y algunas defensas más que ya desaparecieron.
José Pecero Merchán.
Memorándum:
EN MEDELLÍN 17/08/1936. FEDERICO ÁNGULO, MILICIA “EL SOCIALISTA”
Ángulo y su columna de “El Socialista”, deciden trasladarse al frente de Extremadura para tratar de contener el avance de la “Columna Madrid”.
El 17 de agosto la tropa comandada por Castejón llegaba a la población de Santa Amalia, lugar donde encontraron fuerte resistencia de los milicianos, a la que hay que añadir el bombardeo sufrido por parte de tres aviones que tenían base en don Benito. Tras este primer encuentro, la fuerza miliciana se replegó hacia Medellín para establecer una posición fuerte de defensa. El teniente coronel Navarro comenta en su informe la organización y previsión acerca del ataque nacionalista a Medellín: «En este momento —las 11 de la mañana del 17 de agosto—, el enemigo se encuentra a kilómetro y medio del puente, como es natural, presionando. Por ahora resiste la línea principal nuestra, aunque no creemos que por mucho tiempo. Se ha ordenado que en caso de tener que evacuar esa línea, se vuele el puente sobre el Guadiana, pues está preparada la voladura y de esta manera se tendría margen para organizar la segunda línea principal sobre don Benito». Seguidamente, analiza la debilidad de su situación y hace mención al número de hombres de que dispone y la calidad de los mismos, siendo la de Ángulo una de las unidades que verdaderamente se batieron en la defensa de la ciudad extremeña: «Aparte de la superioridad numérica de personal y material en el enemigo, tenemos en contra la desmoralización de la mayor parte de nuestros hombres. Las milicias de Ciudad Real, por ejemplo, han salido huyendo esta mañana. Han huido a la desbandada. Hasta ahora las milicias que responden son las que enviaron de Madrid, juntamente con la Guardia Civil e infantería».
Federico Ángulo con toda la milicia de “El Socialista” en el frente de Medellín, agosto de 1936
Al comando de su sección de milicias y de una de Guardia Civil, y bajo las órdenes del comandante Ruiz Farrona, Ángulo abandonaba el promontorio en que se alza el castillo de Medellín, en el que estaban emplazados en misión de vigilancia, para dirigirse y acometer la defensa del puente que cruza el río Guadiana. Con la ayuda de dos tanques y dos piezas de artillería se logró defender la entrada del puente y contener el ataque hasta que por fin recibieron ayuda aérea. Esta resultó ser la fuerza definitiva que rechazó la ofensiva, la cuadrilla comandada por el famoso escritor francés André Malraux, que descargó todo su potencial sobre el II Tabor de Regulares de Tetuán, ocasionándoles importantes bajas y pérdida de material y vehículos. Esa misma noche, el Ministerio de la Guerra de la República publicaba el parte oficial, y aunque muy posiblemente de forma exagerada, se refería a la defensa de Medellín en los siguientes términos: «En el Frente de Extremadura nuestras fuerzas han rechazado un fuerte ataque del enemigo sobre el puente de Medellín. Los facciosos abandonaron 300 prisioneros y más de 30 camiones. La Columna enemiga estaba compuesta de más de 300 coches. La aviación republicana intervino eficazmente». Lo que sí está claro es que al día siguiente las tropas de Castejón retrocedieron de nuevo hacia Santa Amalia, no insistieron en la toma de Medellín, y encaminaron su avance hacia las localidades de Miajadas y Trujillo, ya en la provincia de Cáceres.
El capitán Sánchez Martínez y Federico Ángulo, antes uno de los carros abandonado por los nacionales en Medellín
El enviado especial del diario “El Socialista”a Medellín, Gutiérrez de Miguel, conversaba a última hora de la tarde de ese día 18 de agosto con los dos principales responsables de la acción defensiva llevada a cabo, Ángulo y Ruiz Carroña. El hecho de que Ángulo llevara «… vendada la mano derecha, vendados los dos brazos y vendada una pierna» no fue obstáculo para que fuera distinguida su intervención por su superior, a pesar de que esa felicitación incluía una severa amonestación por el exceso de temeridad, seguramente insensatez, del antiguo redactor periodístico, que declaraba de forma un tanto optimista su buena estrella hasta el momento:
— Les aseguro que el capitán Ángulo no hace más locuras como la que ha hecho hoy. En el centro del puente, sin ocultarse un momento, sin preocuparse del fuego del enemigo. No lo volverá a hacer más.
Ángulo, retrepado en la butaca, reía agradecido al celo casi paternal del veterano comandante, y nos decía:
— A mí me dan las balas, pero no me hacen daño. Dos disparos me alcanzaron en Somosierra, y solamente estuve tres días hospitalizado. A doscientos metros de Mérida, una ráfaga de ametralladora me agujereó el pantalón, me atravesó la pierna por la pantorrilla, y me rozó la rodilla. Otra bala me hirió en el brazo que me quedaba sano. Lo único que siento es que no podré disparar.
NOTA:
Corresponde a una parte del artículo publicado por José Luis de Saralegui Rodrigo (Barcelona, abril de 2005)
En memoria de este combatiente.
La vida por un ideal. Federico Ángulo Vázquez 1893-1938
He creído conveniente incluir este artículo en mi espacio, dado que toca directamente la defensa de Medellín, y al mismo tiempo sumarme en homenaje a un combatiente, de los muchos que en esta guerra se han mantenido en el anonimato por unas circunstancias u otras.
A la memoria de ellos, tanto sean de un bando u otro.
He aquí un fragmento de la obra L'Espoir del escritor francés y jefe de la escuadrilla “España”, André Malraux, donde se relata la actuación de esta unidad de la aviación republicana, compuesta en parte por pilotos de fortuna, en su intento de detener a la Columna Madrid a su paso por Extremadura en agosto de 1936.
Cita:
«En medio de la exaltación general y de un calor que reventaba, seis aviones modernos se preparaban para partir. La tropa morisca que atacaba Extremadura marchaba de Mérida contra Medellín. Era una fuerte columna motorizada, sin duda la élite de las tropas fascistas. De la dirección de las operaciones se acababa de telefonear a Sembrano y a Magnin: Franco la dirigía personalmente.
Sin jefes, sin armas, los milicianos de Extremadura trataban de resistir. De Medellín, el talabartero y el dueño del bodegón, el fondista, los obreros agrícolas, algunos miles de hombres, entre los más miserables de España, partían con sus escopetas contra los fusiles ametralladores de la infantería mora.
Tres Douglas y tres multiasientos de combate, con ametralladoras de 1913, tomaban en ancho la mitad del campo. No había aviones de caza: todos estaban en la Sierra. Sembrano, su amigo Vallado, los pilotos de línea españoles, Magnin, Sibirsky, Darras, Karlitch, Gardet, Jaime, Scali, alumnos nuevos –Dugay y los mecánicos en el extremo de los hangares, con el zarzero Raplati-, toda la aviación estaba en juego.
Jaime cantaba un cante flamenco.
Los dos triángulos de los aparatos partieron hacia el sudeste.
Hacía fresco en los aviones, pero se veía el calor a ras de tierra, como se ve el aire caliente temblar encima de las chimeneas. Acá y allá, los grandes sombreros de paja de algunos campesinos aparecían entre los trigos. De los montes de Toledo hasta los de Extremadura, más allá de la guerra, la tierra color de cosechas dormía con el sueño de la tarde, de un horizonte a otro recubierto de paz. En el polvo que subía hacia el gran sol, los rellanos y los oteros formaban siluetas chatas; más allá, Badajoz, Mérida —tomada el 8 por los fascistas—, Medellín, invisibles aún, puntos irrisorios en la inmensidad de la llanura que temblaba.
Las piedras se hicieron más numerosas. Por último, áspera como su tierra de rocas, techos sin árboles, viejas tejas grises de sol, esqueleto berberisco sobre tierras africanas: Badajoz, alcázar, su plaza de toros vacía. Los pilotos miraban sus mapas, los bombarderos, sus miras, los ametralladores, los pequeños molinetes de los puntos de mira que giraban a toda velocidad fuera de la carlinga. Abajo, una vieja ciudad española roída, con sus mujeres negras detrás de las ventanas, sus olivos y sus anises al fresco en baldes con agua de pozo, sus pianos en los que jugaban los niños tocando con un dedo, y sus gatos flacos al acecho de las notas que se perdían una tras otra en el calor... Y una impresión de sequedad tal, que parecía que tejas y piedras, casa y calles debiesen resquebrajarse y pulverizarse a la primera bomba, con un gran ruido de huesos y cascajos. Por encima de la plaza, Karlitch y Jaime agitaron sus pañuelos. Los bombarderos españoles lanzaban pañuelos con los colores de la República.
Ahora, una ciudad fascista: los observadores reconocían el teatro antiguo de Mérida, las ruinas: una ciudad semejante a Badajoz, semejante a toda Extremadura. En fin, Medellín.
¿Por qué carretera llegaba la columna? Las carreteras sin árboles estaban amarillas bajo el sol, un poco más claras que la tierra, y vacías hasta donde alcanzaba la vista.
La escuadrilla sobrevoló una plaza cuadrada –Medellín- y comenzó a subir una carretera hacia las líneas enemigas, pero también hacia el sol. Ese sol de las cinco los deslumbraba a todos; de la carretera solo veían una cinta incandescente. Los dos Douglas que estaban detrás de Sembrano empezaron a retardarse, después tomaron la fila: la columna enemiga llegaba.
Darras, que acababa de pasar los mandos al primer piloto, miraba con todo su cuerpo, a medias inclinado en el corredor de la carlinga. Durante la guerra, solo buscaba cualquier brigada alemana; esta vez buscaba aquello contra lo cual luchaba desde años ha en tantas formas, en su alcaldía, en las organizaciones obreras edificadas pacientemente, deshechas, rehechas: el fascismo. Después Rusia: Italia, China, Alemania... Aquí, en esta España, apenas la esperanza que Darras había puesto en el mundo encontraba su posibilidad, seguía apareciendo el fascismo –casi bajo su avión-; y lo único que él veía eran los aviones de los suyos cambiando su línea de fuego.
Para tomar la fila, el avión en que se encontraba (el de Magnin era el primero de los internacionales) dio la vuelta. La carretera delante de ellos estaba marcada por puntos rojos a intervalos regulares, muy recta, a lo largo de un kilómetro. El avión estaba encima, el sol se volvió, y Darras no vio más que una carretera blanca.
Después la carretera se torció oblicuamente, el sol se deslizó hacia un lado: los puntos rojos reaparecieron. Demasiado pequeños para ser automóviles, con un movimiento demasiado mecánico para ser hombres. Y la carretera se movía.
De pronto, Darras comprendió. Y como si se hubiera puesto a ver con el pensamiento, y no con sus ojos, distinguió las formas: la carretera estaba cubierta de camiones con vacas amarillas de polvo. Los puntos rojos eran los capós pintados al minio, no camuflados.
Hasta el inmenso horizonte silencioso de campo y paz, carreteras en torno a tres ciudades, en estrellas, como las huellas de enormes patas de pájaro; y entre esas tres carreteras inmóviles, esta. El fascismo para Darras, era esa carretera que temblaba.
De los dos lados de la carretera, tiraron bombas. Eran bombas de diez kilos: un estallido rojo en punta de lanza, y humo en los campos. Nada mostraba que la columna fascista fuera más rápido; pero la carretera temblaba más. Los camiones y los aviones iban al encuentro los unos de los otros. En el sol, Darras no veía bajar las bombas, pero las veía estallar, en rosario ahora, siempre en los campos. Su pie vendado empezaba a dolerle. Sabía que uno de los Douglas no tenía lanzabombas y bombardeaba por el agujero agrandado de la letrina. De pronto, una parte de la ruta dejó de temblar: la columna se detenía. Una bomba había tocado un camión, derribado en el camino, pero Darras no lo había visto.
Como la cabeza de un gusano que continuara sola su camino, el tramo anterior de la columna, cortada en dos, escapaba hacia Medellín; las bombas continuaban cayendo. El avión de Darras estaba encima de ese tramo.
El segundo piloto no ve debajo de sí. Bombardero del tercer avión internacional, Scali miraba las bombas acercarse a la carretera. Muy adiestrado en el ejército italiano donde, hasta que emigrara, había efectuado un periodo de reserva todos los años, habiendo vuelto a encontrar su precisión en tres misiones cumplidas en la Sierra, pilotado hoy por Sibirsky, en la vertical de la carretera desde hacía quince segundos, veía las bombas estallar cada vez más cerca de los camiones. Demasiado tarde para apuntar al tramo de cabeza. Los demás camiones intentaban pasar a derecha y a izquierda del que había caído de través en la carretera. Vistos desde los aviones, los camiones parecían fijos en la carretera, como moscas en un papel pega pega; como si Scali, porque estaba en un avión, hubiera esperado verlos escaparse, o partir a través de los campos; pero la carretera estaba sin duda bordeada de terraplenes. La columna, tan nítidos momentos antes, trataba de dividirse por ambos lados del camión caído como un río por ambos lados de un peñasco. Scali veía claramente los puntos blancos de los turbantes moros; pensó en las escopetas de los pobres hombres de Medellín y abrió de golpe las dos cajas de bombas ligeras cuando vio por la mira el enredo de los camiones. Después se inclinó por la ventanilla y esperó la llegada de sus bombas: nueve segundos de destino entre esos hombres y él.
Dos, tres... No era posible ver bastante lejos hacia atrás. Por un agujero lateral: en tierra, algunos tipos corrían, los brazos al aire, bajando por el terraplén, seguramente. Cinco, seis... Ametralladoras en batería tiraban a los aviones. Siete, ocho... ¿Cómo corrían! Nueve: dejaron de correr, bajo veinte manchas rojas que estallaron a la vez. El avión continuó su camino como si nada de eso le concerniera. Los aviones daban vueltas y vueltas para alcanzar de nuevo la carretera. El de Magnin volvía cuando habían estallado las bombas de Scali, de modo que Darras vio nítidamente disiparse el humo por encima de un amontonamiento de camiones patas arriba. Salvo en el instante del estallido rojo de las bombas, la muerte parecía no desempeñar ningún papel en ese asunto: no se veían, sino manchas caquis huyendo de la ruta bajo los puntos blancos de los turbantes, como hormigas enloquecidas que se llevan sus huevos.
El que mejor veía era Sembrano: el primero de los Douglas volvía detrás del último de los internacionales cerrando el círculo. Sembrano sabía, mucho más que Scali, lo que era la lucha de los milicianos de Extremadura; sabía que nada podían hacer; que sólo la aviación podía ayudarlos. Volvía a pasar sobre la carretera para que los bombarderos que habían conservado bombas ligeras pudiesen destruir aún más camiones: la motorización era el primer elemento de la fuerza fascista. Pero era necesario, antes de la llegada de la aviación enemiga, alcanzar la cabeza de la columna que se había escapado a Medellín.
Algunos camiones saltaron todavía en los campos, ruedas en el aire. Desde que, echados de la carretera, no estaban ya frente al sol, la luz decreciente alargaba detrás de ellos sus sombras, de tal modo que solo aparecían cuando estaban destruidos, como los peces muertos pescados con dinamita solo suben a la superficie cuando han sido heridos.
Los pilotos habían tenido tiempo de precisar su posición por encima de la ruta. Las sombras de los camiones derribados se alargaban ahora a la cabeza y en la cola de la columna, como barreras.
“Franco tardará más de cinco minutos en arreglar esto”, pensó Sembrano, avanzando el labio inferior. A su vez, voló hacia Medellín.
Sin dejar de ser pacifista en su corazón, bombardeaba con mayor eficacia que ningún piloto español. Sólo que, para calmar sus escrúpulos, cuando bombardeaba, bombardeaba desde muy bajo: el peligro que corría, que se ingeniaba en correr, resolvía sus problemas éticos. O bien los camiones están en la ciudad, pensaba, y hay que hacerlos volar a todos por el aire, o bien están fuera, y para que los milicianos no se hagan matar se necesita también hacerlos volar por el aire. Iba rumbo a Medellín a doscientos ochenta por hora.
Los camiones que había formado la cabeza de la columna se amontonaban en la sombra de la plaza. No se habían atrevido a dispersarse porque era un pueblo enemigo. Sembrano voló lo más bajo posible, seguido de otros cinco aviones.
Ahora el sol llenaba las calles de sombra. Sin embargo, a trescientos metros, se adivinaba el color de las casas, salmón, azul, pálido, verde, y la forma de los camiones; algunos estaban escondidos en las calles vecinas a la plaza.
Un Douglas venía hacia Sembrano en vez de seguirlo. El piloto había sin duda perdido la fila.
Los aviones iniciaron un primer círculo tangente a la plaza de Medellín. Sembrano recordaba su primer bombardeo, que había hecho con Vargas, ahora jefe de operaciones, y con los obreros de Peñarroya, rodeado de fascistas, que habían desplegado en las ventanas y en los patios sus cortinas, sus cubrecamas –sus más hermosos géneros-, para los aviadores republicanos.
Las bombas que lanzaron brillaron en un rayo de sol, desaparecieron, continuaron su camino con una independencia de torpedos. Gruesas llamas naranjas comenzaron a estallar como minas en la plaza que se llenó de humo. En un gran remolino, sobre la más alta llama, un cohete de humo blanco salió en medio del humo marrón; la minúscula silueta negra de un camión dio una vuelta entera en el aire y volvió a caer en la nube marrón. Sembarno, esperando que todo ese humo se disipara, echó una mirada hacia delante, volvió a ver el Douglas que había perdido la fila y dos más. Ahora bien, solo tres Douglas se habían comprometido, contando el suyo: no podía tener tres delante de él.
Hizo oscilar su aparato para ordenar la formación del combate.
Inquieto por lo que ocurría en tierra, apenas había mirado: no eran Douglas, eran Junkers. Era el momento en que la aviación le parecía a Scali un arma nauseabunda. Desde que los moros huían tenía ganas de alejarse. No por eso dejaba de esperar como un gato que la plaza llegara a su mira (le quedaban dos bombas de cincuenta kilos). Indiferente a las ametralladoras de tierra, se sentía a la vez justiciero y asesino, más asqueado, por lo demás, tomarse por justiciero que por asesino. Los seis Junkers, tres enfrente (los que había visto Sembrano) y tres debajo lo libraron de la introspección. Los Douglas iban a tratar de huir: con sus pobres ametralladoras al lado del piloto, no podía ser cuestión para ellos el combatir con aviones alemanes con tres puestos de ametralladoras, armados de ametralladoras modernas. Sembrano había considerado siempre la velocidad como el mejor medio de defensa de los aviones de bombardeo. En efecto, los Douglas, llenos de gas, huyeron oblicuamente, los multiplazas internacionales lanzándose contra los tres Junkers de abajo; tres contra seis, contra seis sin cazas, felizmente. Alcanzado el objetivo, no se trataba ya de combatir, sino de pasar. Y Magnin elegía atacar por debajo de los aviones más bajos, que iban a destacarse contra el cielo, en tanto que sus aviones camuflados serían casi invisibles sobre los campos, a esa hora. Los tres Junkers no tendrían quizá tiempo de ponerse en línea de combate. Salió él también, entonces, a toda velocidad.
Los de abajo llegaban, formados como submarinos, su proa como un péndulo entre los guardabarros de su tren de aterrizaje. Uno de ellos viraba aún, y los internacionales veían con claridad su antena de radio y detrás su ametrallador de perfil, por encima de la carlinga. Gardet, en su torreta de delante, con un fusil de niño en la espalda, esperaba. Demasiado lejos para que lo oyeran, mostraba los Junkers con el dedo y agitaba el brazo izquierdo. Magnin, al lado de Darras, los veía agrandarse como si los hubieran hinchado.
Toda la tripulación tomaba conciencia de que un avión podía caer.
Gardet hizo girar su torreta; con un ruido extraordinariamente rápido, todas las ametralladoras martillando la carlinga, los aviones se cruzaron. Los internacionales había recibido muy pocas balas, las de las ametralladoras de proa solamente. Los Junkers permanecían detrás, uno de ellos iba bajando, sin caer del todo. Aunque la distancia no dejaba de aumentar, de pronto una docena de balas atravesaron la carlinga del avión de Magnin. La distancia aumentó todavía; bajo el fuego de las ametralladoras de atrás de los internacionales, los cinco Junkers volvían hacia sus líneas, el tercero bajando a sacudidas por encima de los campos.» (Malraux, André, La esperanza, Madrid, Diario EL PAÍS, 2002; pp. 105-113. Edición original en francés, 1937)
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